El sol ha desaparecido, está anocheciendo, empiezan a caer gotas de agua. A orillas del Sena se nota aún más el frío que hace ya en esta época del año. Sentada en uno de los bancos de piedra situados en el Sena, observo cómo las gaviotas sobrevuelan el río, cada poco tiempo pasa un barco. Algunos repletos de turistas, otros son barcos de carga. Otros están parados en la orilla, y se puede ver alguna cena romántica. Disfrutan, a gran distancia, de las vistas que tienen de la Torre Eiffel. La lluvia ya empieza a calarme. Noto cómo el agua corre por mi cara, llevándose consigo el rímel de mis pestañas. Me pongo el gorro, me abrocho los botones del abrigo y camino hacia ninguna parte, sin olvidar mi cita. Perderse en París es necesario para poder conocerlo. Para exprimirlo. Descubrir pequeños rincones con gran encanto. Allí está él. Puedo ver su abrigo y su bufanda color verde botella. Nunca se retrasa. Yo siempre llego tarde. Ya me conoce. Estar en París y no maravillarme con las vistas que me regala es imposible. Las estructuras que tiene son perfectamente simétricas. Las flores que cuelgan de los balcones. Su ambiente de amor, de felicidad, de elegancia...Llego hasta él. Tan guapo como siempre, incluso, puede que más. París le sienta bien. Le agarro de la cintura con una mano, y con la otra, teniendo que ponerme de puntillas para poder llegar hasta su cara, le tapo los ojos diciéndole: "Tú siempre tan puntual. Me gusta verte de lejos, observarte sin que me veas. ¡Qué bien hueles!" E inmediatamente, le beso en la mejilla. Se da la vuelta y, sonriéndome, me aparta el pelo de la cara y me besa suavemente.
Sin saber un destino, comenzamos a caminar. Aún queda tiempo para la hora de la cena. Me pregunta qué tal ha ido mi día en el trabajo. Le gusta hacerlo y me gusta que lo haga. Le cuento mi día, siempre ilusionada pero también alterada. No dejo de hablar. Cambio de una historia a otra. Luego vuelvo a la misma. Noto que me observa sin apartar su mirada de mí. Me escucha con atención. Después de un rato, sin parar de hablar, me callo. Agacho la cabeza. Estoy cansada. Me coge la mano y, apretándola fuerte, sin decir nada me lleva a tomar un chocolate caliente. Me conoce. Sabe lo que necesito cuando quiero relajarme. Me lleva a mi café preferido, "Shakespeare and Company". Entramos y apenas hay espacio libre. Vislumbro una mesa que se ha quedado libre y nos sentamos. Está al lado de una ventana con vistas a Notre Dame. Aunque no lo reconozca, sé que le gusta París tanto como a mí. A veces, cuando paseamos, se queda callado, admirando la belleza de esta ciudad. Y veo cómo sonríe a medias. Disfrutamos de un chocolate entre risas. Ha dejado de llover, hemos entrado en calor. Salimos del café y vamos hacia Saint Germain-des-Prés. Hemos quedado en Le Procope para cenar con unas amigas. Siempre se retrasan, como yo. Nos gusta disfrutar de las cosas buenas de la vida, por eso solemos quedar para comer o cenar. Siempre degustamos platos nuevos.
Llegan las chicas, comienzan las presentaciones. Ninguna le conoce. Pasamos una gran noche entre risas, contando anécdotas. Le miro y sé que se siente a gusto. A ellas les gusta. Me sonríen sin que él se dé cuenta. Cenados, son las doce y las chicas nos abandonan. Le llevo a Boulevard de Clichy. Zona de bares, discotecas, pubs. La "zona lujuriosa" le digo, y el se ríe. Entramos en un pub, hay gente pero se puede mantener una conversación. Tiene ganas de bailar, me coge de la mano y me arrastra hasta donde está el bullicio. Se coloca frente a mí y con una sonrisa pícara me dice: "¡Vamos señorita, a bailar!" Me coge de la cintura y se pega a mí. Nos gusta estar así. Sé que le gusta verme sonrojada. La temperatura aumenta, hace calor, mi cuerpo tiembla. Siempre lo hace cuando estoy cerca de él. Llevo un vestido con estampado de flores. Me cae una gota de sudor por la espalda. Estamos en una zona oscura, apenas hay luz y él comienza a bajar su mano. Recorre mi espalda, llega hasta la cintura y, acto seguido, noto cómo aprieta mis nalgas. Puedo notar su miembro y yo me ruborizo. Me pego más a él y le susurro al oído que deseo tenerle. Quiero que me bese, pero no lo hace. Me mira a los ojos. Se ríe cuando ve mi cara. Ha comenzado a subirme el vestido. Mi cuerpo arde y ¡sus manos son tan cálidas! No se diferencio mi piel de la suya. Es como si fuéramos una sola persona. Mete la mano por debajo de mi ropa y me acaricia. Él ya sabía cómo estaba, lo que es capaz de hacer en mi cuerpo. Sin dejar de bailar, con su mano bajo mi ropa, me besa en el cuello.
Entonces, el deseo se apoderó de nosotros. Sin aguantar más, nos marchamos. El hotel está cerca. Pasamos por varios sex-shops. Nos paramos y hacemos comentarios sobre lo que vemos y nos echamos a reír. Es alguien con el que se puede hablar de todo y no te juzga. Tardamos solo diez minutos en llegar al hotel. El recepcionista está fumando en la entrada, le damos las buenas noches y entra al hotel detrás de nosotros para entregarnos la tarjeta de la habitación. Caminamos hacia el ascensor. Está abajo y no tenemos que esperar. Las puertas se abren. Nuestra habitación está en la última planta. En la octava. Nos metemos y mis ganas de él son mayores que mi fuerza de voluntad para resistirme. Me lanzo sobre él, le empujo contra el espejo que hay y comienzo a besarle. Con mis manos le acaricio la cara, después una de ellas desciende hasta su pecho y la otra baja hasta su ombligo. Se detiene un momento ahí y sigue bajando. Le acaricio por encima de sus pantalones. Se ajustan perfectamente a su cuerpo. Con fuerza, me lleva hacia él y me aprieta contra su cuerpo. Las puertas del ascensor se abren y en cada rincón del largo pasillo nos detenemos. Nos saboreamos. Las luces se apagan y solo vemos las de emergencia. Las encendemos de nuevo y descubrimos una puerta. Vamos hacia ella, la abrimos y hay unas escaleras. Las subimos y nos encontramos con una puerta abierta. Tras ella, está la azotea.
Es maravillosa, hay flores por todas partes, un banco de madera pintado de azul claro y sobre él, una manta. La noche está despejada. Desde ahí arriba, tenemos unas vistas magníficas de París. Camino hacia el muro y me apoyo. Él se acerca de manera sigilosa con la manta, la desdobla y me cubre con ella. Me abraza. Me transmite todo el calor de su cuerpo. Nos quedamos así. Admirando la ciudad, sin hablar pero diciéndonos todo. Escuchando las sirenas de los coches de policía, viendo pasar a la gente riendo, otros con algunas copas de más y otros disfrutándose en los portales de esta ciudad. Mientras tanto, nosotros nos bebíamos y saboreábamos, ajenos a los ojos de todos los demás.
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